Nos conocimos por un amigo, los dos acabábamos de terminar con nuestras parejas y andábamos con los corazones astillados. Fue rápido encender el fuego. Ella vivía con una amiga desde hacía un año. Yo buscaba a alguien para compartir piso. Cuando fui a buscar las maletas a su casa la amiga me dijo: ¡Qué bueno que te la llevas! Me tiene harta.
Siempre iba en bicicleta. A todos lados. No importaba cuan lejos quedara. Atravesaba los códigos postales como quien cambia de canales en la tele. Yo no podía entender de dónde sacaba tanta fuerza. En algún momento intenté contar los kilómetros que hacía, pero perdí la cuenta. Las primeras semanas fueron agotadoras. Si por ella fuera, no hubiéramos parado una noche en casa. Conciertos, fiestas, maratones, festivales, caminatas. Se interesaba por casi cualquier cosa que la tuviera activa. Incluso me miraba con desprecio cuando me encontraba tirado en el sofá leyendo un libro.
Un día vino mi mamá a comer a casa. Le pedí que me hiciera una de esas kitsch de jamón y queso que me hacía cuando era niño. Ella estuvo toda la mañana nerviosa. Hacía pocas semanas que vivíamos juntos, aún no conocía a mi madre y mucho menos a sus kitsch de jamón y queso. Si quieres saber cómo era yo de niño tienes que probar esto, le dije. Comió una porción y se encerró en el baño media hora.
Pasó casi un mes hasta que descubrí, por casualidad, lo que pasaba en mi casa. Habíamos ido a una fiesta de navidad en casa de unos amigos. Tocaba una banda y había un montón de gente. En mitad de la noche, un invitado al que no conocía de nada me vino a hablar:
- Te entiendo tío. Sé lo difícil que resulta.
- ¿Qué entiendes? ¿Qué resulta difícil?
- Nada, que yo también tengo una hermana con anorexia.
Me sentí el hombre más idiota del mundo. ¿Cómo no lo había notado? ¿Por qué no me había dicho nada? ¿Cómo fue capaz de ocultarme una cosa así? ¿Quién era esa mujer que vivía conmigo y andaba en bicicleta? Pues muy fácil, no tenía la menor idea de que era la anorexia. Había visto algo, en alguna de esas campañas esporádicas que salen en la prensa o en la tele. Sí, ella estaba muy delgada, pero jamás pensé que pudiera tener anorexia. De hecho, logró convencerme por un tiempo más de que había tenido la enfermedad, pero que ya había pasado, que ya podía controlarlo.
A medida que investigaba sobre el tema, las cosas se iban ordenando. Las visitas al baño, los pepinillos en vinagre, los cambios de humor, la locura con la bicicleta. Cuando al fin supe de qué se trataba la anorexia, sentí una extraña tranquilidad. Estaba seguro de que podría ayudarla, y que en un tiempo nos reiríamos de toda esa locura. Lo primero que se me ocurrió fue hacer un viaje. Coger el coche, una mochila, una tienda de campaña y recorrer la costa andaluza. Desde Huelva a Cabo de Gata. Empezar de cero, hacer las cosas bien. A ella le encantó la idea y partimos a los pocos días. A medida que avanzábamos por la carretera, casi podían verse caer los malos recuerdos por el retrovisor (el único espejo que usaríamos durante el viaje). Lo que no sabíamos era que la anorexia también venía con nosotros.
Llegando a Cádiz tuvimos una discusión muy fuerte. Habíamos parado en una terraza a tomar una cerveza y a comer unos pescaditos fritos. Hablamos de la próxima ciudad que visitaríamos y de lo orgulloso que estaba por lo bien que estaba llevando las cosas. Pensaba que cuando volviéramos a casa, todo estaría solucionado. En un momento ella me dejó con el mapa, y se levantó para ir al baño. La seguí sin que me viera, para confirmar que todo seguía bien. Cuando estuvo dentro me acerqué un poco más y la escuché vomitar. Estuve a punto de darle una patada a la puerta, pero justo pasó el camarero y me contuve. Cuando salió del baño y me vio ahí parado se quedó dura.
Pagamos y fuimos hasta el coche sin hablar. No podía creer que lo estuviera haciendo otra vez. Todos los pequeños logros se desmoronaron en un minuto. Cuando arrancamos, ella aún estaba en trance, me repetía que la comida le había caído mal, que el pescado estaba malo, que los fritos... pero yo conocía muy bien esos gestos, esa mirada.
Era de noche y la carretera que nos llevaba al camping era un agujero negro. Ella lloraba y a mí me hervía la sangre. En un momento, no sé como pasó, perdí el control del coche. Terminamos clavados en la banquina. Contusiones leves y un poco de sangre. Fin del viaje. Cuando llegamos a casa por fin habló.
- Hace tiempo que quería decirte que me estoy muriendo. Tienes que entender. Yo no soy yo. Y quiero que me quieras así, matándome.
Cada vez nos soportábamos menos, no nos podíamos ni ver. A ella la consumía la anorexia, a mí la frustración y la impotencia. Parecíamos dos zombies desesperados. Pasábamos de la ansiedad a la depresión cada dos horas. Se nos caía el pelo y las uñas. Pero sobre todo las lágrimas, grandes como pepinillos en vinagre. Fue recién entonces cuando decidimos pedir ayuda. Acudir a Adaner fue lo mejor que pudo pasarnos. Hoy hace casi cuatro años de todo eso. Fue un trabajo muy duro, pero lo hemos conseguido. Estamos tan contentos desde que nació Manuel, que estamos pensando en tener otro hijo. Esta noche viene mi mamá a cenar a casa, me dijo que traerá una kitsch de jamón y queso.
Como cuando era niño.
Autor: Pablo Caspe, participante del II Concurso Nacional de Corto Literario Adaner Murcia
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